• Elogio de la inseguridad

    Para mí, La sabiduría de la inseguridad de Alan Watts tiene un mensaje central al que siempre vuelvo: intentar aferrarnos a certezas absolutas nos encierra en nuestra propia ansiedad. Watts parte de la idea de que la vida es cambio constante, y que cuanto más tratamos de protegernos del riesgo, más nos desconectamos del presente.

    En lugar de luchar contra esa incertidumbre, el autor nos invita a «surfear» la inseguridad. ¿Cómo? Practicando la atención plena: detenernos unos instantes para respirar, tomar conciencia de lo que sentimos y soltar la necesidad de predecirlo todo. Es en ese aquí y ahora donde florece la auténtica libertad, porque dejamos de malgastar energía en proyectar miedos futuros.

    Watts recurre a enseñanzas budistas y taoístas para mostrarnos que nada en el universo permanece inmutable. Ni nuestros pensamientos, ni nuestras relaciones, ni las circunstancias externas. Cuando aceptamos que todo fluye, empezamos a ver la inseguridad no como un enemigo, sino como la fuerza que impulsa la creatividad, la adaptación y la conexión verdadera con los demás.

    Creo que su gran aporte es desvincular «seguridad» de la ilusión de control. La seguridad real nace de saber que podemos afrontar la sorpresa, no de pensar que podremos evitarla. Por eso, abrazar la inseguridad es un acto de confianza en uno mismo y en la vida misma. En resumen: al soltar el ansia de certezas y abrirnos al misterio de cada momento, descubrimos que vivir en la incertidumbre no es un defecto, sino la vía más directa hacia una experiencia plena y auténtica.

  • La importancia de la autoobservación

    La autoobservación bien entendida es una poderosa herramienta de crecimiento: nos permite tomar distancia de nuestros pensamientos, emociones y patrones de conducta, entender sus orígenes y, a partir de ahí, elegir cómo responder en lugar de reaccionar de forma automática. Entre sus virtudes destacan:

    · Mayor autoconciencia: Al observar lo que pasa en tu interior —qué sientes, qué piensas, cómo reaccionas— te haces más consciente de tus “disparadores” emocionales y de los hábitos mentales que te limitan.
    · Toma de decisiones más conscientes: Ese “espacio” que generas entre estímulo y respuesta te da la posibilidad de elegir de forma deliberada, en lugar de dejarte llevar por viejos reflejos o inseguridades.
    · Desarrollo de la compasión: Al observarte con honestidad y sin juzgar, aprendes a aceptar tus fallos y a tratarlos con amabilidad, igual que harías con un amigo en dificultad.

    Pero la autoobservación también puede desviarse y convertirse en un arma de doble filo:

    · Narcisismo reflexivo: Quedarse “anclado” mirando continuamente al propio ombligo puede inflar la sensación de autoimportancia. Si creyéramos que somos el epicentro de todo, perderíamos de vista el mundo y a los demás.
    · Exceso de confianza en la propia interpretación: Lo que “vemos” en nosotros mismos no siempre es un reflejo objetivo: las creencias preconcebidas, sesgos emocionales o recuerdos selectivos pueden deformar esa imagen interna.
    · Parálisis por exceso de análisis: Cuando la autoobservación no va acompañada de acción, podemos pasar años “estudiándonos” sin cambiar nada: caemos en la trampa del perfeccionismo interior.

    No toda autoobservación es conciencia, ni viceversa

    Conciencia suele referirse a la presencia simple: estar aquí y ahora, abierto al flujo de la experiencia sin filtrarla demasiado. Autoobservación implica un paso más: dirigir esa atención hacia uno mismo, como quien se mira en un espejo. Puedes estar plenamente consciente de un paisaje interno (sensaciones, sonidos, emociones) sin convertirlo en objeto de análisis; y, al revés, puedes examinar tus reacciones con lupa (autoobservación intensa) pero perder la experiencia directa del momento presente, quedándote en la cabeza.
  • ¿Tiene sentido la inteligencia artificial en la ayuda a los procesos de psicoterapia?

    La llegada de la inteligencia artificial (IA) al campo de la salud mental ha generado tanto entusiasmo como escepticismo. Por un lado, la IA ofrece herramientas capaces de analizar grandes volúmenes de datos —desde registros de voz y texto en sesiones hasta cuestionarios de seguimiento— para detectar patrones que un profesional podría pasar por alto. Algoritmos de procesamiento de lenguaje natural pueden, por ejemplo, identificar señales tempranas de depresión o ansiedad en la forma de escribir o hablar, ofreciendo al terapeuta una “segunda mirada” objetiva. Además, los chatbots y aplicaciones basadas en IA permitirían dar soporte entre sesiones, recordando técnicas de respiración, proponiendo ejercicios de mindfulness o ayudando a llevar un diario emocional, lo cual puede mejorar la adhesión y el empoderamiento del paciente.

    Sin embargo, hay limitaciones importantes. La IA no posee empatía ni intuición humana: no puede captar el matiz detrás de un silencio, el tono emocional genuino o la historia de vida única de cada persona. Confiar demasiado en ella corre el riesgo de deshumanizar el proceso terapéutico y de generar recomendaciones mecánicas que no se ajusten a la complejidad de cada caso. Además, surgen preocupaciones éticas y de privacidad: ¿quién accede a esos datos sensibles y cómo se protegen?

    En definitiva, la IA puede ser un complemento valioso cuando actúa como asistente del psicoterapeuta —ofreciendo análisis de datos, recordatorios y recursos suplementarios— pero de momento no puede reemplazar la presencia, el juicio profesional y la conexión humana que son el corazón de la psicoterapia. No obstante, creo que ayuda a la reflexión, a debatir con uno mismo (tanto al terapeuta como al paciente), y me parece fascinante asistir a cómo evolucionará en los próximos 2 - 3 años.